31 enero 2014

Adiós al minero de pico y pala

Dios y mi bolsillo sabían que no debía haberme movido más allá de cuatro metros de mi casa, pero igual recibí al año 14 de este siglo en aires diferentes a la húmeda Lima. Fui recién consciente de mi atrevimiento, gracias a la hospitalidad de mis paisanos, cuando ya bajaba de las punas de Huamachuco y Otuzco, del techo del mundo en el norte del Perú. Arriba de los cuatro mil metros sobre el mar las cosas se ven definitivamente diferentes. El agua forma fríos charcos que se precipitan a gotas o se filtran para salir cristalinos dos mil metros más abajo con la identidad de masa de un río sediento de sal marina. Las alpacas, abrigadas por una de las fibras más apreciadas en el comercio internacional, se alimentan del ichu, una de las pocas plantas que puede resistir el inhóspito clima, tan recia que sigue techando las chozas de piedra que cobijan a los pocos humanos que se atreven a nacer en esos páramos que parten sus caras. Las envolturas de las galletas que llevo para templar al estómago se hinchan como globos de fiesta, tanto como se hincha mi cabeza embotando mi recuerdo del tráfago citadino que me espera impertérrito a la orilla del pacífico sur. La ausencia del rutinario peso de la atmósfera  me empuja hacia adentro de mi mismo y me susurra lo que realmente cuenta en mi vida de humano individual, tan leve como la gota rodando lenta hacia a un río, como el retoño de ichu creciendo hacia la panza de una alpaca, como el aire cargando oxígeno libre de progreso hacia mis manchados pulmones.
     El camino serpentea y los abismos me gritan, dentro de mi más profundo silencio, la real levedad nuestra, nuestra dependencia de un giro de timón del piloto que nos transporta por esos lares encaramados a los cerros que se tiñen más y más del gris que pinta nuestras rutinas urbanas. El camino se torna casi recto e invadido de los cañaverales domésticos inacabables del Laredo de mis ancestros orientales, de la dulzura cobijada en el calor de un valle costeño formado por las gotas de las ahora lejanísimas punas del Departamento de La Libertad. Más lejos aún del Cajabamba que dejo detrás de la puna, en el lado verde de la cordillera andina. Visité la comarca de mis recuerdos más amigables, encaminada otra vez a la búsqueda de la felicidad ahora que la minería de pico y pala -de fiebre de oro, de esclavitud sexual, de cianuro fulminante- se aleja definitivamente pues la entraña de mi tierra no alimenta más a la ambición del enriquecimiento fácil. Mi pueblo retoma el camino que nunca debió ser interrumpido por el progreso metálico, vuelve a regar los líquenes de sus tejados con lluvias de agua pura, forma otra vez ríos a partir de la levedad de sus gotas más humanas. Al menos éso es lo que vi, o deseé, en esta aventura de enero.

06 enero 2014

Absolutamente atareados

     Fin de año y el orbe en que a cada uno le ha tocado habitar está absolutamente atareado. Todos tenemos algo que hacer en estas fiestas de cada 365 veinticuatro horas, y es que hay que conmemorarlas con más o menos sal en las lágrimas emocionándonos juntos por el número uno del primer mes de la docena de turno. Consiguiendo el hoyo de transpiración donde bailar gritando la cuenta regresiva que sólo entonamos una al año como si nuestra vida no tuviera ya el cero marcado. Comprando faldas que ellas no usarán ni en casa por si un espejo las pille distraídas, o corbatas que terminarán en la bolsa que va a la iglesia con la esperanza que los más pobres que uno tengan peor gusto. Llamando a los que figuran en la nómina de contactos de nuestros celulares, escribiendo a los que aparecen en la bandeja de nombres de nuestros correos virtuales, y visitando a los que comparten algún eslabón de nuestras cadenas de ADN. Metiéndonos al tráfico repleto de gente que está buscando, corriendo y compartiendo exactamente igual que tú.
     Fin de año y los periódicos siguen publicando aunque ni los niños ni los borrachos sientan curiosidad por lo que dicen, los televisores esparcen llanto ajeno sobre los muebles cubriendo las manchas de nuestras propias penas, las redes sociales revelan ajados amigos sin que caigamos en la cuenta de nuestros propios párpados caídos. Fin de año y nuestras promesas vuelven a exclamarse con los mismos tragos abrigándonos las tripas un cachito más flojas que la última vez que anunciamos que ejercitaríamos esos músculos que ya olvidamos usar, que viajaríamos a donde esos paisajes siempre han sido más verdes, que terminaríamos ese libro de escenas casi olvidadas, que aprenderíamos a guitarrear esas canciones que la tristeza no nos deja cantar. Fin de año y, la verdad, sigo absolutamente atareado por la rutina de enero bañado del súmmum de los afanes para ti, y para mí.